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20 marzo 2011


LA EROTICA DEL PODER DE MI PUEBLO


El poder es el más fuerte de los afrodisíacos. Nada produce tanta atracción y tanto apego como el poder, sobre todo, para alguien que jamás lo tuvo, ni a solas en la ducha.

Algunos psicoanalistas hablan de estructuras perversas para referirse a aquéllas en las que un sujeto queda atrapado por un objeto que le produce un placer tan extraordinario como único.

En palabras de mi amigo Marcelo: ya está otra vez el puto apego... y el ego.

Muchos parecen intuirlo y no se detienen ante nada con tal de conseguirlo. El poder es pasión y, como en el erotismo, el amor que late es más egoísta que altruista. Ya no soy tan ingenuo para pensar que a los políticos les mueve el servicio a los demás, desgraciadamente he de reconocer que han acabado con mi fe.

Lo ideal sería que el poder lo detentaran personas con verdadero altruismo, que no sólo tuvieran las manos limpias sino también su mirada, que vinieran a servir y no a ser servidos, que vieran en el cargo una carga temporal que merece la pena llevar por amor a los demás y no una simple oportunidad para medrar, o una nómina inaeternum. Mi tierra es de elefantes, y ya es hora de que... "se termine la frase".


Otra cosa que me llama la atención es la metamorfosis que operan las personas que llegan al poder: 'el síndrome del sillón'. Pareciera que en aquel palacete habitase un virus muy virulento que produce en los residentes una megalomanía progresiva: todos llegan humildes y acaban endiosados, aislados, distanciados y enrocados en la torre de marfil. Y como algunos se autoproclaman: enormes. Y si eso ocurre en un consistorio de pueblo qué no ocurrirá en la 'White House'.

Suele decirse que en la adversidad surge lo mejor del ser humano, que en la desgracia emerge la virtud; pareciera que el poder también tiene un factor transformador en las personas, los clásicos decían que para conocer el verdadero carácter de alguien hay que darle poder. Si quieres conocer a fulanito dale un carguito… y a un calvito. Ponen la boca como sea, con tal de "mamar de la teta gorda".

La atracción absorbente que ejerce sobre la conciencia de algunos individuos el ejercicio del poder, la tenencia del poder, no es una erótica en sentido literal, sino, precisamente, lo contrario: es la sustitución de eros por otro placer, el placer del mando, el gozo del dominador. En suma, es una perversión que han padecido todos los gobernantes, y otros muchos en su alrededor (soplamotasdepolvo y llevabolsosgrandes), que no lo son ni lo han sido, pero que todos ellos encuentran un extraño placer en dominar o, en términos menos brutales, les produce gozo dirigir, liderar. Un placer que puede provenir de la exhibición de la fuerza o, más civilizadamente, del arrastre que produce la propia palabra, la palabra del líder, sobre los demás, sobre la masa.

Pero a todos los que leemos este blog, supongo que nos interesa más la faceta del poder que tiene que ver con las relaciones interpersonales, el amor y no con la política.

Quizá convendría matizar que también las motivaciones sexuales son, a menudo, responsables de ciertos bandazos de la historia, lo que viene a corroborar el famoso dicho de Juan Ruiz, el arcipreste de Hita: “Como dijo Aristóteles, cosa es verdadera//, que el hombre por dos cosas trabaja, la primera// por haber mantenencia, la otra cosa era// por haber juntamiento con fembra placentera.”

O sea, dicho más llanamente, que las dos metas de la Humanidad son alimentarse y copular. Ello explica que el sexo, y el amor, puedan en ocasiones alterar el rumbo de la Historia. A las pruebas me remito.

Desde la remota prehistoria, el sexo ha prestigiado al poder. El principal privilegio del macho alfa dominante en la manada primitiva consistía en fecundar a cuantas hembras pudiera. Ellas se sometían obedientes, no sólo a la autoridad sino al instinto que siempre tiende a mejorar la especie con los genes del que se decanta como ejemplar superior de la manada. Esta tendencia perduró en época histórica: los faraones tenían docenas de esposas, muchas de ellas garantes de acuerdos internacionales, pues eran princesas de los estados aliados. Salomón, el rey de Israel soportó por razones del cargo la ingente tarea de contentar a setecientas esposas y a trescientas concubinas. A pesar de ello, aún le quedó fuelle para satisfacer a la exótica y despampanante reina de Saba, frente a la cual dejó muy alto el pabellón de Israel.


Muy a menudo las directrices políticas de un estado se fraguaban en el harén entre favoritas y eunucos, mediando intrigas en las que el impulso sexual se confundía con los intereses de los grupos de presión. Salomón, el sabio por excelencia, se desvió de su proyecto político-religioso por amor a sus esposas paganas, o por encoñamiento, vaya usted a saber. Esto corrobora nuestra tesis original de que el sexo condiciona a los gobernantes y es un ingrediente fundamental en el devenir de la Historia.

Pero la implicación de política y sexo no sólo ocurría en la alcoba del monarca. En el estadio más primitivo de la Humanidad, el intercambio de mujeres entre tribus vecinas era una pieza esencial en las relaciones intertribales, además de evitar la perniciosa endogamia que degenera al pueblo o familia que la práctica, como ha ocurrido con ciertas casas reales europeas y casas bodegueras de mi pueblo. Niño tonto, pero que el apellido no se pierda...

La erótica del poder, es pues, el placer que engancha a ser el centro de atención por el gobierno, o por el desgobierno. Y al que se aferran como a un clavo ardiendo. Además, ciega.

Esa expresión usada en las relaciones de pareja de “estar encoñado” toma vigencia igualmente en este sentido. Cuanto más tiempo, más quieres. Al precio que sea… incluida la injusticia y los daños colatelares.

Y pregunto al aire: ¿a cuántos políticos en activo se los llevaría un Consejero Delegado o un International CEO para su consejo de administración? Pues a muy pocos, por no decir a ninguno de los actuales. Ya que ahí, el poder se lo curra uno día a día, y no se te otorga por terceros para cuatro años, aunque lo hagas como una mierda.

Así pues, mi querida Presidenta, cuando uno entra en un sitio, debe saber a qué hora se marcha y recordar donde está la puerta. Vale más una digna salida, que una mala entrada.

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